domingo, 10 de noviembre de 2019

Mis textos: Vida en las piedras.

El ritual. [1]

Faltaban dos días para la batalla.
—Estamos aquí reunidos en la gran pirámide sagrada de Kukulkán —habló, alto, severo y venerable, Montezuma II—, para honrar el pacto, y aceptar la magia de sus piedras de alma. El poder intransferible dado por dios a ustedes, los elegidos, los guerreros piadosos, los guerreros Quetzal. ¡¿Están preparados en cuerpo y mente para recibir la piedra?!
 —¡Sí, mi señor! —Gritaron la veintena de guerreros Quetzal, ataviados con las plumas multicolores, sobre la escala de la gran pirámide, que ahora estaba bañada con tonos arcoiris.
Montezuma II ya había enviado a la batalla a los guerreros Jaguar, y también a los de la nobleza, los guerreros Águila, aun así, las huestes de Cortés seguían avanzando. Quedaba la última línea de defensa, los guerreros Quetzal[2], el grupo especial de elegidos por el dios Huitzilopochtli
—¿Están dispuestos a sufrir la purga?
—¡Sí, mi señor!
—¿Están dispuestos a cargar el poder de dios que castiga a nuestros enemigos?
 —¡Sí, mi señor!
En el escalón más cercano al templo estaban los guerreros más fieros, y Tzila era quien había demostrado mayor alianza con la maldición de dios, aquel que había propagado su veneno más lejos.
Tzila era más alto que todos los demás, de una piel caoba brillante, unos ojos fieros, no tenía debilidad ni temor, excepto por una persona, pero aquel secreto lo guardaba celosamente dentro de su alma, y ni siquiera una daga de obsidiana lo podría sacar.
—Tzila, acércate.
Las canciones fantasmas sonaron en el templo junto al tronar de tambores profundos.
        —Coge tus piedras sagradas, que han sido bendecidas en el templo, colócalas bajo tu mandíbula, recibe el poder de dios y la purga. ¡Libera la maldición de la piedad sobre los enemigos!
Y bajando su elegante cabeza emplumada juró.
—No enfermaré, no moriré, no mataré, y llevaré la maldición a nuestros enemigos.
De una caja de oro, aún tibia por haber estado en el salón de poder, cogió sus gemas, aquellas ubicadas en el espacio que llevaban su nombre.  Eran de obsidiana,jade y oro. Contenían su sangre.
Los tambores retumbaron en la expectación. Luego silencio. Levantó el rostro altivo. Se tocó al cuello para reconocer sus concavidades, y se puso las gemas en aquellas zonas. Eran hendiduras en la piel, con la cual algunos elegidos nacen, a cada lado de la mandíbula.
La música cesó. Esperaron los instantes de muerte. Pero Tzila no cayó. Levantó sus brazos, y el pueblo bajo la pirámide ovacionó a su héroe. Miró de reojo a la gran sacerdotisa. Ella era mayor, con amplios y elegantes collares y aros de oro. Le esgrimió una leve sonrisa, que solo ambos notaron, y era mejor así.
Un novato fue castigado por impuro cuando se puso las gemas. Sufrió las convulsiones malignas, sus labios se pusieron morados, su garganta se cerró. No soporto el poder de las gemas. Severas ronchas le aparecieron en la piel. Cuatro brujos enmascarados y con guantes, que les cubrían todo el brazo, aparecieron y rápidamente se llevaron el cadáver tras las cortinas del templo.[3]

La purga.

El salón estaba creado especialmente para los guerreros Quetzal. Sobre los lechos, del más fino algodón, bordados con hilos dorados, yacían los cuerpos de los veinte guerreros; uno de ellos era la primera vez que recibía una piedra alma.
La purga era el tiempo necesario para que un guerrero sagrado Quetzal se adaptara a su magia. Los pecados de impureza pasaban a la piedra, que acumulaba el poder del guerrero y quedaba cargada para el combate.
Tzila estaba inconsciente, en la cama principal que parecía un altar, y era atendido por dos vírgenes de claustro. La Gran Sacerdotisa entró en la estancia con paso sigiloso, cultivado por años de respetar las ceremonias, y las observo, las jóvenes no la sintieron entrar.
—¿Es él? —preguntó una jovencita de unos catorce años, que enredaba entre sus dedos el collar de hilo llamado yacualli, y que luego mordió nerviosa.
—Sí —respondió una muchacha un poco mayor, ataviada con velos de blanco fulgurante, y le dió una sonrisa juguetona a su amiga —Él es como un dios en vida. Es tan valeroso. Pobrecito, como suda —dijo cogiendo un paño húmedo de hierbas aromáticas, y le ungió la frente. —Debes secar también sus piernas.
—¿Yo?
—Sí, tú —ordenó la mayor, con la autoridad que le daba el año anterior de ingreso al santuario.
La joven se ruborizó hasta las orejas. Miró la abultada entrepierna del guerrero. Avanzó la mano insegura, para enjugar las musculosas y temblorosas extremidades.
—¡Fuera! —dijo la Gran Sacerdotisa a sus espaldas, con un tono que estuvo a punto de ser un grito.
El rostro de ellas en un instante pasó del rosado excitado al blanco estupor. Con los ojos muy abiertos, se giraron sobre sí mismas. Jamás la había visto molestarse. Hicieron una reverencia y se marcharon inclinadas.
Catzin[4] la Gran Sacerdotisa exhaló su molestia. El guerrero estaba debilitado sobre el lecho y ella lo miró con la tristeza de alguien que ha visto sufrir a un ser amado. Lo secó con esmero y disciplina, luego con una esponja esparció la loción fría de hierbas por el cuerpo. El aroma intenso a nopal inundó la habitación.
Si alguien con muy buen oído hubiera estado ahí, habría escuchado. “Es un honor sufriente ser tu madre”
Las sacerdotisas eran escogidas desde apenas pasados unos días de nacidas, y eran devueltas a sus casas a los trece años. Catzin no era más que una niña cuando quedó embarazada, y sus padres la escondieron. El bebé fue dado en adopción para ser criado como guerrero en un calmécac, como ofrenda a los dioses. Quizás, si no hubiera tenido claramente marcadas las concavidades naturales en su cuello, no lo hubieran dejado vivir. Al bebé se le sometió a una prueba de la cual se esperaba muriera, pero no lo hizo. Desde ese momento fue criado como un enviado de los dioses, y casi venerado. Sus capacidades como guerrero y en el campo de batalla lo transformaron en un mito en vida.
Al día siguiente, en plena madrugada y al despuntar el alba, Tzila despertó. Estaba sobresaltado por pesadillas que no recordaría.
—Gran Sacerdotisa —dijo él bajando la cabeza apenas comprendió con quien estaba tratando—. Gracias nuevamente por permanecer a mi cuidado.
—Es un honor, y en gran parte un deber —le respondió ella.
Él apenas levantó la vista, sonreía levemente contento de estar vivo, y por estar ahí.
Hacía unos meses había comprendido la verdad. No le gustaba el favoritismo que le tenía la Gran Sacerdotisa. Un día pidió audiencia, y ella se la otorgó.
Aquella vez le recriminó que sus subalternos y compañeros comenzaban a tener celos de las atenciones que recibía y del favor de los dioses sobre él.
Ella le aclaró que ciertamente los dioses lo apreciaban, y le confesó la verdad, ella era su madre. Se disculpó por su actuar, pero ¿acaso no era natural? Desde ese momento, intentaría pasar desapercibido el real favor que le tenía. Pero que cuando estuviera en el periodo de purga, no lo dejaría solo.
—Estar en su presencia es un honor —dijo Tzila—. ¿Alguien más ha despertado?
—No, nadie aún. Lamentablemente eres el primer guerrero. ¿Que tal si duermes un rato más? Nadie te ha visto. No podrían recriminar que velara tu sueño.
—Cuanto quisiera seguir aquí protegido. Pero la batalla se acerca. Ellos despertarán y deben ver a su capitán de pie y practicando, eso los impulsará fuera de sus lechos —le dio un beso en la mano y partió.
 —Sé que sobrevivirás —le dijo ella al salir, y en voz alta continuó—. Mi bendición para que Huitzilopochtli te permita trasladar el maleficio a nuestros enemigos.

La piedad.

Los Macahuitls[5] de los guerreros Quetzal estaban preparados. No eran como las otras armas de este tipo. Eran completamente  personalizadas, con figuras de calaveras o de aves por toda la hoja. En el centro poseían un zona precisa para ajustar las piedras alma.
En el valle, al fondo se veían las tropas de Hernán Cortés combatiendo con los guerreros Mexícas, en una batalla sangrienta. La orden había sido clara y precisa para ellos. Deben hacer que la mayor cantidad de enemigos los persiga por el campo de batalla. Esa técnica era lo que más odiaban los guerreros de alta cuna, los Águila, pero eran órdenes de Montezuma. Si un guerrero Quetzal hacía algún corte a un enemigo, éste no debía ser molestado ni menos asesinado.
—Es hora —les dijo —. Separense. Rodeenlos. Cuando estén cerca,  coloquen las piedras sagradas en el Macahuitl. Abran el sello para que su sangre bañe la obsidiana. Recuerden que son mínimo diez cortes para quienes ha vivido su primera purga, y un corte menos por cada purga que han superado. La idea es que sobrevivan, y que lleven la maldición de dios con los suyos. ¡Sean piadosos. ¡Adelante!
Tzila corrió colina abajo, hacia un valle cercano que tenía un centro de ripio seco, donde se veía la mayor concentración de enemigos. Seis de ellos tenían casi rodeado a un guerrero jaguar que estaba condenado a muerte. Antes de acercarse se sacó las gemas alma de debajo de las mandíbulas y las incrustó en el Macahuitl por ambos lados. Liberó el sello y un fluido espeso drenó desde las gemas hasta las puntas de obsidiana.
Cuando el guerrero Jaguar vió que Tzila venía hacia ellos siguió instrucciones y, como nunca antes, retrocedió. Todos los acorazados enemigos giraron el rostro, nunca habían visto retirarse a un guerrero Jaguar ante nada.
Tzila emitió grito fuerte y penetrante, y se abalanzó entre medio de los enemigos. Dos ellos perseguían al guerrero jaguar.
Llegó al lado de sus adversarios, y blandió su arma, el que estaba más a su izquierda perdió varios dedos del pie. El siguiente lanzó un ataque perforante con la espada, pero Tzila lo esquivo, y contraatacó apuntando al cuello que llevaba descubierto, vapores color obsidiana se mezclaron borbotones de sangre.
Los dos que perseguían al guerrero Jaguar se detuvieron. Al ver lo que ocurría se volvieron a apoyar a sus aliados, pero ya se había alejado lo suficiente para que Tzila tuviera tiempo.
Los ataques de los otros dos enemigos no se hicieron esperar. El escudo circular de madera de Tzila crujió, logró resistir a duras penas el sendo espadazo a dos manos, del primero de ellos. Pero el segundo se lanzó en un corte longitudinal que le abrió la pechera de algodón y plumas.
Tzila sabía que aquellas armaduras brillantes eran muy resistentes, y que no valía la pena siquiera intentar destruirlas, pero los hacía lentos y los pies normalmente los tenían descubiertos. Retrocedió alejándose de los dos atacantes.
—Esperadnos, esperadnos —oyó que gritaban los aliados de sus enemigos en un idioma que no entendía. Pero la actitud de sus dos agresores, que se detuvieron, lo alertó. Ya sin escudo, lo mejor era atacar antes de que se reunieran. El enemigo a su diestra esgrimía la espada con la mano izquierda.
Tzila soltó lo que quedaba de su escudo, sacó su daga de obsidiana, y cargó contra los dos atacantes que se pusieron recios, con las piernas abiertas y apoyados firmemente en el suelo, uno al lado del otro. Sonreían como enajenados al ver que el casi desnudo Tzila se acercaba a hombres con pecheras de aquel duro metal.
Los rostros blancos y barbudos se llenaron de sorpresa, cuando el guerreroQuetzal derrapó cuan largo era justo por debajo de los escudos. Cortó sus tobillos al pasar. Del que estaba a su derecha emergieron vapores negros. Cayeron sujetándose sus heridas.
Ahí notó que sus nuevos atacantes estaban ya casi encima, uno de ellos en una brillante armadura casi completa excepto por las manos. Soltó la daga y cogió de mala forma unos de los escudos de los caídos, aún así alcanzó a desviar el primero de los ataques. Pero el segundo  hombre de armadura completa le hizo una herida profunda en el muslo, aunque no invalidante. Agitó el Macahiutl y gotas de su sangre espesa y maldita se desprendieron de su arma, cayeron sobre los ojos del primer atacante, que gritó como si le hubiera lanzado ácido.
El hombre de la armadura completa tenía la espada en alto, al bajarla azotó con tal fuerza el escudo de metal que Tzila había cogido, que lo soltó. El guerrero Quetzal en respuesta lanzó un ataque transversal, pero el hombre acorazado lo esquivó. Volvió a levantar su arma para dar la estocada final a Tzila.
Un golpe sordo se sintió tras el caballero de armadura,  su casco salió volando, y cayó de bruces. Detrás estaba el guerrero Jaguar, el mismo que segundos antes había salvado.
—No te debo nada ya, honorable y famoso Tzila. Tú los has derrotado, y sé que deben vivir por ahora. Quédate con el honor, te lo mereces—. Y se retiró para abrirle paso.
Tzila miró al caballero al extranjero inconsciente. Buscó su cuello, pero vió algo extraño. Unos pequeños abscesos tras las orejas. No le dió importancia. Sabía que era un gran señor. lo rescatarian. Hizo un minúsculo corte en el cuello de aquel hombre.
Caminó cojeando a donde estaban sus enemigos heridos, ambos rengueaban. Buscó al que había herido con la daga. El sujeto al verlo tropezó y cayó de espaldas.
—Piedad, Piedad— rogaba, arrastrándose como podía.
—La tendré— respondió Tzila en su propio idioma, que supuso correctamente que querían decir aquellos ruegos. Y le hizo una leve incisión en el cuello.

Las piedras alma.

La Gran Sacerdotisa se encargó personalmente de las heridas de capitán Quetzal cuando llegó al templo.
—Nunca antes te habían alcanzado —le dijo Catzin..
—Cierto, pero esto no es la Guerra Florida. Ellos traen corazas más duras que las rocas.
—Pero lo conseguiste ¿Cuantos se llevaron  tu maldición?
—Seis.
—Cada uno por separado. Eso está muy bien.
—No, al mismo tiempo. Pero con ayuda de un guerrero Jaguar.
—¿Al mismo tiempo? Eso es una locura. Debes tener más heridas.
Catzin buscó cerca del cuello moviéndole el mentón, y vió que no llevaba puestas las piedras alma. Pero con su ojo de curandera notó que esa zona  estaba inflamada, ella lo había visto justo antes de la batalla y sabía que ya no tenía ninguna inflamación cuando la fiebre pasó. Miró el otro lado y vió un absceso en el cuello.
—¡Rápido Rápido! —dijo alarmada Catzin como queriendo alcanzar el arma apoyada en la pared que aún tenía las piedras.
—¡No! —y con rapidez retuvo la mano de la sacerdotisa—. Solo yo puedo tocarla, tú  más que nadie sabe la historia del antiguo equipo Quetzal. Todos los atacados por la plaga pestilente de Cocoliztli[6] fallecieron bajo el poder de la maldición del dios. Tuvieron la mala idea de querer transferir el poder de las gemas, que había curado a uno de ellos, al resto. Son intransferibles, es la magia de dios la que escoge curar de cualquier maldición a los guerreros Quetzal. Hay que esperar. Pediré autorización para la ceremonia acelerada, y en unos días estaré recuperado.
Tzila retiró la mano rápidamente del antebrazo de Catzin, pero no lo suficiente. En la entrada a la estancia estaban las mismas dos jóvenes sacerdotisas observando la escena con las fuentes de agua y esponjas. Cuando Catzin se giró, ellas bajaron la mirada.
—Yo misma asearé al guerrero para una ceremonia de urgencia, dejen los utensilios y váyanse— les dijo severa a las muchachas.
Una semana después despertaba Tzila de su convalecencia, en el mismo lecho que había estado antes. Vio que ahí estaba aquella jovencita temblorosa haciendo guardia. Cuando ella comprendió que despertaba esquivó la mirada y fijó la suya en el piso.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Una semana, honorable Tzila.
—¿Dónde está la Gran Sacerdotisa? —preguntó sin tapujos. Ella pareció complicada ante la pregunta.
—Este… Está en sus aposentos. Pero…
—¿Pero qué?
—Pero está gravemente enferma.
Tzila se levantó de un salto. Cogió su Macahuitl sin las piedras, pues las llevaba al cuello, y bajó las escaleras del templo Quetzal como alma que lleva Otontecuhtli, en dirección a los dormitorios de las sacerdotisas. Los guardias no lo detuvieron. Se trataba del héroe, el más famoso, que había enviado la magia maldita a los enemigos. Que había conseguido que regresaran en sus monstruos de agua a su isla en el este.
Catzin yacía al borde de la muerte, su cuerpo estaba lleno de abscesos[7], era evidente que en unas horas iba a morir. Aun así estaba con algunos ornamentos que ella jamás se sacaba, como los  aros. Tzila con delicadeza los hizo a un lado y pudo ver que bajo la curvada mandíbula de ella estaba la concavidad. Era su madre, le había transmitido el poder, era ella quien le había heredado su concavidad.
Miró alrededor y había varias jovencitas observando el drama atentamente. Él no se amilanó, y se sacó uno de las gemas alma, y con su propia mano la puso en la concavidad de la gran sacerdotisa.
Unos gritos ahogados de las mujeres se sintieron en la estancia. Algunas retrocedieron horrorizadas al comprender que el designio de los dioses se había roto. Una de ellas corrió despavorida.
Los instantes de muerte llegaron. Y el silencio reinó. Las jóvenes con sus ojos abiertos como platos esperaban la reacción de la ira de dios, las convulsiones, pero nada de eso ocurrió.
Dos días después, en la cima de la gran pirámide se llevaba a cabo el juicio de Tzila por traición.
En su cama Catzin se recuperaba inconsciente del destino de su hijo.

El juicio.

 —¿Entiendes los cargos que se te imputan? —gritó un gran brujo frente al trono donde estaba Montezuma II.
—Sí —respondió secamente.
—Nadie está por sobre la magia de los dioses. Ni siquiera el capitán de los guerreros Quetzal. Así que debes confesar lo ocurrido frente al emperador y asumir las consecuencias de tus actos.
Toda la ciudad se había reunido bajo la pirámide, y constantes abucheos se escucharon cuando el brujo hacía pausas. Montezuma II parecía realmente incómodo en su trono, cambiaba de posición constantemente. Levantó la mano y él mismo pregunto.
—Honorable Tzila. ¿Entiendes que tus actos han pasado a llevar el designio de los dioses y por tanto mis órdenes?
—Sí, divino Montezuma.
En ese momento entró un brujo, transpirado y agotado de subir las escaleras, dijo algo al oído de Montezuma II, pero debido al cansancio y al esfuerzo se le escaparon palabras que Tzila alcanzó a oír. “Su hijo y heredero está grave morirá de Cocoliztli”.
Lo despachó y luego habló con voz profunda Montezuma.
—¿Qué hiciste para que la gran sacerdotisa se salvara?
—Le puse una de mis piedras.
Un barullo se produjo en todos lados. Tanto que el emperador debió hacer callar al público abriendo sus manos. Sólo le bastó una severa mirada a su comitiva.
—¿Sabes por qué no murió?
—Porque los dioses no lo quisieron —respondió Tzila. Luego apenas alzando la voz continuó— ¿Podemos hablar a solas?, no se arrepentirá.
Montezuma dudó un momento, pero permitió que llevaran a Tzila dentro de la habitación del altar de sacrificios. Luego hizo salir a todos, dejó solo su guardia personal, aquella que le había jurado lealtad hasta la muerte, se quedaron custodiando las puertas y al desarmado Tzila.
—Ahora dime, qué dirás que no provoque la ira de los dioses porque los traicionaste con tus actos impuros, o la ira del pueblo, porque debo sacrificar a su héroe, aquel que envenenó a nuestros enemigos.
—Su hijo. Su hijo puede salvarse.
—¿Qué? —exclamó extrañado el emperador—. Acabas de decir que la magia de los dioses salvó a la sacerdotisa. ¿Crees que no he hecho pruebas con tus piedras? En secreto he puesto piedras alma contaminadas con Cocoliztli a varias personas enfermas y los he visto morir inmediatamente, convulsionando. Igual como ocurrió antes.
—Se lo diré. Pero si salva una vida.
—Si mi hijo se salva, perdonaré tu vida.
—No mi vida.
—¡¿Entonces de quién?!
—De la Gran Sacerdotisa.
Montezuma II se quedó pensando un instante. Intentando comprender a qué jugaba aquel guerrero Quetzal. Él también había sido uno de ellos, y en su juventud había sido ambicioso. Si su hijo no sobrevivía no tendría heredero en edad para el trono. Y si mataba a aquel hombre el pueblo lo odiaría por asesinar al héroe, al elegido de los dioses.  
—Es un trato. Aunque no entiendo por qué la sacerdotisa estaría en peligro de salud, si tu mismo la curaste. Ciertamente traicionaste a los dioses, lo que la hace impura. Ella podría haber sido ejecutada, si se le consideraba culpable.
—Usted ha prometido —dijo Tzila
—Lo hice, perdonaré su vida. ¿Que tiene que ver ella con curar a mi hijo? ¿Acaso los rumores entre ustedes son ciertos? ¿Y por qué te importa tanto?
—Porque es mi madre.
Ambos se quedaron en silencio. Pero el emperador aún no comprendía.
—Cómo salvaré a mi hijo, si le perdono la vida a tu madre.
—Usted fue un guerrero Quetzal como yo. Tiene sus piedras alma guardadas. Tiene el poder en ellas de ser inmune a la enfermedad. Cargue sus piedras alma con la enfermedad, vuelva a hacer una purga. Si su hijo también posee la concavidad sagrada como nosotros bajo la mandíbula, y es sangre de su sangre, la piedra alma lo curará, como curó a mi madre.
Montezuma II decidió aplazar el juicio dos días.
Esa noche pidió que trajeran a la sacerdotisa. Dentro de la cámara de sacrificios, y sobre el altar pusieron a la convaleciente Catzin.
—Vigilen al guerrero —y los guardias sostuvieron a Tzila fuertemente.
Montezuma II cogió su Macahuitl ya cargado con las piedras alma, listo para cortar. Otro par guardias quitaron los aros de la sacerdotisa, y dejaron expuesto el cuello de Catzin.
El emperador levantó el arma por sobre su cabeza como si fuera a decapitarla.
—¡Noooo! —gritó Tzila y los guardias lo hicieron callar a golpes.
Montezuma bajó el arma e hizo una suave herida abriendo el cuello de la sacerdotisa y de paso raspó la piedra de alma que llevaba, era la gema que Tzila le había dado.
—Si muero en la purga[8], mátenlos —ordenó Montezuma.
Dos semanas más tarde hubo un nuevo juicio sobre la gran pirámide. Montezuma se encontraba sentado en su trono y escuchaba los cargos contra Tzila. Escondida más atrás y apresada por los guardias estaba Catzin.
—¿Eres culpable de los cargos que se te imputan, Tzila? —gritó el brujo para que el pueblo escuchara.
—Sí, lo soy.
En ese momento Montezuma II cogió su propia Macahuitl, se acercó donde estaba Catzin y dejó caer el arma sobre las cuerdas que la apresaban.
—Mi piedad es grande, el héroe será perdonado esta vez— decía el emperador con su voz resonante —porque él y su equipo de guerreros Quetzal han expulsado a los invasores—. Se acercó al oído de Catzin y le dijo en voz baja.
—Mi hijo está vivo. Haz que la gente me ame para que permita que viva el tuyo.
Catzin se puso sus aros y el collar, que cubrían sus cortes. Dio el mejor discurso que una sacerdotisa haya dado jamás. La gente vitoreó al ver que los héroes, los elegidos de los dioses, aquellos que poseían la cura, la esperanza, y el castigo mágico, eran aliados y los guiaban.

Notas.

Audio Libro de un cuento con imágenes de fantasía Azteca.
“Vida en las piedras” (By Dádileb)

[1] Advertencia. Si no ha descubierto el carácter racional de la magia leer estas notas al final le dará ese carácter.
[2] Guerreros Quetzal (Ficción) son guerreros escogidos por poseer una concavidad natural en la piel justo en el ángulo que produce la mandíbulaen una zona cercana a la del ganglio linfático tonsilar.
[3] Las causas más frecuentes de un shock anafiláctico, son fármacos, alimentos y venenos de insectos.
[4] Tzilacatzin es el nombre de un famoso guerrero que fue temido por los españoles en la toma de Tenochtitlan.
[5] Macahuitl : eran armas de confrontación cuerpo a cuerpo, como una maza aplanada, en sus bordes llevaban piedras de obsidiana, que le daban la característica de cortar como una espada.
[6] Cocoliztli es algún tipo de enfermedad infecto contagiosa, que mató a quince millones de indígenas  aztecas en un periodo de apenas veinte años.
[7] Una de las enfermedades que diezmaron a cerca de 8 millones de indígenas azteca fue la viruela, probablemente traída por los españoles al continente americano. No tiene tratamiento específico y las únicas formas de prevención son la inoculación o la vacunación.
[8] La purga en este caso, es el tiempo necesario para que el sistema inmune que se asocia a la gema de alma logre reconocer el agente infeccioso. El líquido dentro de la gema alma, posee los agentes infecciosos que el usuario ha logrado superar, pero no los libera hasta que es abierta. La gema alma se asocia a directamente a los ganglios linfáticos. Si este tipo de defensa y ataque hubiera existido realmente, tal vez el imperio azteca habría sobrevivido.